¿Somos capaces de percibir un cambio trascendental cuando estamos inmersos en él? Es una pregunta que me hago y a la cual no encuentro una respuesta clara.
Tal vez por eso se las planteo a ustedes, para ver cómo viven las dudas que me asaltan y los planteos que propongo.
Como tantas veces he hecho, vuelvo a cuestionarme sobre cómo la tecnología influye en nuestra cotidianidad y especialmente en nuestras relaciones.
Las historias de amor en tiempos de internet ya nos parecen casi antiguas por la cantidad -y calidad- que hemos conocido o, quizá, hemos protagonizado. Pero la virtualidad romántica -tan siglo XXI- tiene ahora un nuevo giro con los teléfonos inteligentes porque la conectividad es móvil y las aplicaciones trajeron un sin fin de opciones para amigos, sexo y amores.
La última en sobresalir es Tinder, una app que usa nuestro perfil de Facebook para “promocionarnos” y para mostrarnos posibles citas. Funciona así: uno dice qué género, rango de edad y distancia nos interesa. La aplicación nos muestra perfiles con dos opciones: me gusta o no me gusta. La información de nuestra elección es secreta.
Si alguna de las personas elegidas nos escogió también entonces nos pone en contacto. A partir de allí la aplicación, como antiguamente hacían los amigos al presentarnos a alguien, se lava las manos y se desliga de las consecuencias de nuestra elección.
Es sencillo, es divertido y muy trivial pero ¿y si me permite hace conocer al amor de mi vida?
Suena idealista y naif -porque lo es- pero para muchos la posibilidad existe y no somos nadie para contradecir la esperanza de alguien.
Un poco así lo vive el protagonista de la película “Her” -actualmente en cartelera- que se termina enamorando del sistema operativo de su teléfono y lo que en principio parece una idea descabellada va cobrando sentido a medida que avanza el film.
¿Qué es lo que la hace verosímil? La forma en la que una relación se construye. No hay miradas pero hay tonos de voz, no hay contacto físico pero hay sensación de intimidad; no existe, en definitiva, un vínculo real pero puede crear la apariencia de que lo es.
Ese juego -quizá un poco tramposo- es el que ha traído la tecnología en una sociedad que va cambiando lentamente varios estándares en la construcción social y sentimental de las personas: la posibilidad de conocer a alguien sin la condición de vernos. Pero no sólo eso, incluso podemos optar por refinar nuestra búsqueda a personas de nuestra preferencia sexual, creencia religiosa, condición física o fanatismo televisivo.
Hay quienes reniegan de estas opciones por impersonales, falsas e inseguras mientras que hay otros que no conciben otras posibilidades fuera de la búsqueda virtual por considerar que da información previa sin necesidad de exposición cara a cara y en forma inmediata con notificación en el celular.
Sin embargo ambos grupos cometen un error fundamental: no contemplar la tecnología como una opción, como una alternativa y, por sobre todo, como una herramienta que cambió el juego de las relaciones pero no las reglas.
Ya sea en la calle, el trabajo, un bar, a través de amigos o gracias a una red social el camino sigue siendo el mismo: conocer, salir, tal vez enamorarse o ser rechazado y empezar todo de nuevo. Funcionaba hace mil años y sigue más o menos igual ahora. Parece una obviedad pero incluso a fuerza de repetición aún parece que hay gente no lo termina de entender.
El amor, el capricho, el atractivo sexual, la histeria o el temor al rechazo son parte de nuestra naturaleza independientemente de la forma en la que conozcamos a alguien. A esas experiencias no hay tecnología que las reemplace aunque nos dé la posibilidad de generarlas a través del teléfono que llevamos en el bolsillo.
Créditos losandes.
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